Nadie sabe muy bien cuándo empezaron a llamarle así. Era un chico listo, leía mucho, era bueno en muchos deportes y era amable con todos sus vecinos. Reía y hacía reír, nunca se le veía cabizbajo o triste, siempre irradiaba alegría allá por donde iba.

Pero con el paso de los años sus amigos se fueron yendo del pueblo, sus padres fallecieron y se quedó absolutamente solo. Se volvió más meditabundo. Empezó a hablar menos y aislarse en su solitaria casa. De igual manera el pueblo donde vivía también se volvió más gris. Ya no había tanto bullicio en la plaza, los niños que jugaban como locos fueron sustituidos por ancianos que guardaban silencio sentados en bancos separados. Parecía incluso que el tiempo había cambiado, llovía casi todos los días y el frío empujaba a la gente a quedarse en sus casas. Fueron años tristes, tanto para él como para el pueblo.

Veinte años después empezó a acudir con frecuencia al único bar del pueblo para distraerse. La primera vez que entró en la taberna los habitantes del pueblo le vieron muy cambiado. Estaba bastante más delgado, tenía el pelo largo canoso y una barba descuidada, las manos sucias sujetaban una bufanda que nunca usaba, llevaba unas gafas que agrandaban enormemente sus ojos, cojeaba y parecía murmurar en susurros para sí mismo. Sonreía, pero ya no hablaba, tan solo balbuceaba palabras que sus vecinos apenas podían entender. Se comunicaba con gestos y los del pueblo empezaron a entender poco a poco qué era lo que quería decirles.

Es cierto que desde que empezó a volver a la vida social del pueblo la gente se alegraba de verle. Todos le trataban con cariño, siempre intentaban darle conversación aunque él nunca contestaba, pero les sonría y eso a ellos les bastaba. La felicidad volvió al pueblo. Si alguien tenía un mal día o estaba triste, él siempre aparecía y les hacía olvidar sus problemas por el simple hecho de estar allí y hacerles reír, a pesar de no hacer nada en concreto. De vez en cuando gritaba en mitad de la plaza, o rompía algunos vasos en la taberna o se reía solo durante horas. Los habitantes del pueblo le calmaban cuando sus actos asustaban a los turistas que pasaban por allí.

Pero poco a poco, a pesar de que muchos le querían, algunos de ellos empezaron a cansarse de él, sobre todo cuando había un partido de fútbol, en el que él tan solo reía como de costumbre, pero cuando el equipo perdía se ensañaban con él instándole a que se callara como si fuera el culpable. Los más viles le decían: “¡Vete a hacer el tonto a otro lado!”, o “ya está aquí el Tonto del Pueblo otra vez”. . . Cuando le llamaban así, él cortaba la risa de golpe, ponía su semblante serio y aguardaba en silencio las siguientes horas mirando al suelo. Esto se repitió varias veces y él empezó a dejar de sonreír.

Hasta que una noche, volvieron a llamarle “Tonto del Pueblo”. Y él dijo de golpe: “No soy un tonto”. Hacía años que no hablaba, y todos los que estaban allí le miraron boquiabiertos, incluso los que estaban viendo el partido. Él se incorporó, se repeinó, se quitó las gafas, dejó la bufanda en la barra y caminó unos pasos ni cojear. Parecía otra persona. Parecía que era él mismo cuando era joven. Carraspeó y dijo: “Solo lo hacía para alegraros la vida.  No quería nada a cambio, tan solo quería que siempre os alegrarais al verme. Quería alegrar la vida de este pueblo. Quería ser feliz, y que vosotros también lo fuerais”.

Todos dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron para abrazarle.

Roberto García.

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2 comentarios

  1. Precioso!!!! Los tontos eran los otros y no él.

    1. Nos alegramos de que te haya gustado! Un saludo!

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