Los espectadores se sentaron por fin en las butacas. Algunos querían reservar las palomitas para cuando comenzara la película, pero el hambre voraz de cine no podía esperar y cogieron un gran puñado mientras las luces se apagaban lentamente, dando inicio a la magia que es el cine.

La pantalla se oscureció y la sala miraba expectante cuando, de improviso, el blanco telón se rasgó por la mitad y un gran foco de luz proveniente del otro lado de la pantalla, como si de una ventana se tratase, cegó al público obligando a éstos a taparse los ojos con los brazos.

Se empezaron a escuchar sonidos de cajas registradoras, monedas y un gran murmullo. La luz cegadora se disipó lentamente y los espectadores pudieron ver lo que había detrás del telón: una gran maquinaria de personas, todas engalanadas hasta la médula y provistas de sacos de billetes con el símbolo del dólar moviéndose rápidamente de un lado a otro, siempre con una sonrisa en sus rostros e ignorando a los espectadores, como si se tratasen de una mera obra de teatro. Los espectadores, atónitos, comenzaron a hablar entre ellos, preguntándose si lo que estaban viendo era la propia película, si habían sido engañados por un efecto visual hiperrealista generado por ordenador. Pero aquello era real, más real de lo que ningún creador de efectos visuales podía soñar jamás. Aquello era el cine. O lo que habían hecho de él.

Entre el público, se levantaron algunas personas y se acercaron a la pantalla lentamente, bajando por los negros y sordos escalones. “¡Basta!¡Queremos ver la película!”, gritó uno de los espectadores. Pero los del otro lado del telón le ignoraban y continuaban pasándose dinero mutuamente y estrechándose la mano. Era una imagen grotesca.

Los espectadores fueron abandonando la sala de cine poco a poco. Entendieron entonces que no significaban nada para aquellos que estaban al otro lado de la pantalla, que por mucho que gritasen o suplicasen nunca serían escuchados. Pronto, este curioso fenómeno se fue expandiendo en todas las salas de cine del mundo. Justo antes de comenzar la película, la pantalla siempre se partía y se apreciaba la misma escena.

Pasaron los años y la gente comenzó a dejar de ir al cine. Los productores, que se regocijaban tras las pantallas, sacaban argumentos absurdos para justificar una secuela, otra precuela, un spin off o un nuevo remake de un remake. Prometían algo único y novedoso, pero siempre se veía irremediablemente cómo se rasgaba la pantalla para acabar viéndoles pasarse el dinero entre ellos. Los pocos espectadores que iban seguían sin entender nada.

La pantalla de cine se rasgó por última vez una noche en la que hacía años que no acudía nadie a las salas de cine. No se escuchaban ni sonidos metálicos ni sonrisas al otro lado del telón. Miraban sus bolsas vacías de dinero y, por primera vez, cuando se percataron de que ya no tenían lo único que querían de nosotros, subieron la cabeza y miraron a las butacas, pero ya no había nadie allí para devolverles la mirada.

Roberto García.

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