Reconocía estar algo nervioso. Ese día comenzaba a recorrer las calles y avenidas con su taxi. Algo que había soñado desde niño. Todo estaba listo para recibir al primer cliente. La tapicería, impecable, los cristales. Tenía un protocolo de cortesía, había reparado en hacerles sentir como en ningún sitio, dedicó semanas a pulir todos los detalles.

Es cierto que apenas durmió del entusiasmo, eso y algo extraño que no entendía bien y que no había prestado atención. No superaban el segundo o dos. Le parecía oír gritos, intercambio de disparos, bombas que desfiguraban el paisaje. Miraba perplejo por las ventanillas, cuando llevaba a algún cliente lo pasaba profundamente mal, e intentaba disimular su desconcierto. Todo estaba bien, quien no paseaba tranquilo recorría las aceras sin ningún gesto extraño.

Cuando se vio en el desierto, en alguna parte, envuelto bajo el canto a la oración, si que supo que aquello ya escapaba de toda lógica, porque no se había movido del asiento de su taxi. Aquellos lugares fueron aumentando, guardó silencio, nadie le creería.   Entonces ocurrió, despertó en un quirófano mugriento en la otra parte del planeta, en un buque que se dirigía a Australia. En esta ocasión no eran segundos, el estaba allí realmente, así lo sentía. Al volver en si había atravesado la mediana, se detuvo en seco, se llevó las manos a los ojos, intentó respirar profundo y volvió a casa.

No trabajó por un par de días, estaba sumido en un estado de extrema inquietud, se pasaba los días, las noches, viendo como se llenaba y vaciaba su calle desde su ventana.

Fue cuando supo que podía alterar su propio entorno, o eso creía, que aquello que pensaba ocurría. Su familia prefería dejarle sumirse en sus reflexiones, pensaban que no hacía daño a nadie. Sabían que compartió muchos años de su juventud con el Yogui de su aldea y que le enseñó a abstraerse en profundas meditaciones durante horas, a veces más de quince horas. Sin comer, sin dormir, sin pronunciar palabra, sostenido inmóvil en el tiempo.

Cuando volvió de su meditación abrió los ojos, acarició su barba y buscó en el salón a su familia, que le observaba expectante desde la puerta de la cocina. Se giró, se puso en pie, su esposa se acercó a su rostro, volvió la cara a su hija, sonrió.

Llamaron a la puerta. Frente a ella un rabino. Mostró gratitud a la familia y dirigió su mirada hacia el padre. Pudieron distinguir dos palabras, Adonai y Elohim.  Y tras aquello tomo un segundo y dijo. “Dichosa mi alma, gracias al Santo, Bendito sea.”

José Luís García.

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