Parte I

El choque entre dos mundos.

La isla dejó verse entre las fuertes cortinas de lluvia y la tenue luz de un Sol casi rozando el ocaso. Algunos relámpagos iluminaban la silueta montañosa y violentas olas se estrellaban en la orilla.

A escasos metros de la isla y acercándose con trabajosa dificultad, dos tripulantes se tambaleaban por el oleaje en una pequeña barcaza. El asustado ayudante del capitán del barco principal y el misionero Aarón, que  sujetaba tan fuertemente el crucifijo que empezó a hacerse daño sin darse cuenta. El ayudante detuvo la barca e indicó al misionero que se arrojase al agua, que no iba a acercarse más de lo necesario a aquella isla. Aarón asintió al ayudante en forma de agradecimiento y se lanzó al mar.

Nadó a duras penas lo que le faltaba para llegar a la orilla y, una vez que sintió la arena, se incorporó y se giró para ver al ayudante. Sin embargo éste ya estaba volviendo al navío. Las olas le empujaban fuera del mar y el misionero echó entonces un vistazo a aquella isla. No había ningún indicio de vida, ni siquiera de animales. No tuvo miedo, se colgó su crucifijo, lo besó y se alejó de la orilla para adentrarse en el interior de la isla. Avanzó muy lentamente hasta encontrar una enorme palmera a baja altura en la pudo refugiarse de la intensa lluvia. Allí pasó la noche, sin la más mínima señal de civilización.

Y así pasaron días, sin ver a nadie, pero teniendo siempre la sensación de ser visto por alguien. Sobrevivió comiendo con lo que encontraba y bebía agua de un pequeño río que atravesaba la isla. Dedujo que cerca del agua debería de haber alguna tribu salvaje, en una isla tan pequeña no había mucho sitio donde habitar, así que siguió el río hasta su nacimiento. Pero no encontró a nadie. Pasó varios días cerca de un pequeño charco de agua pegado a la montaña más alta. Y fue entonces cuando empezó a tener dudas sobre su misión. Sabía, o al menos había escuchado, que en aquella isla habitaban los últimos seres humanos sin civilizarse, vivían sin dominar el fuego, sin vestimentas, sin tecnologías, sin religión. . .

El misionero tan sólo quería que conociesen la palabra del Señor, iba con la más pura bondad, sin intención de romper sus costumbres ni alterar su estilo de vida. Sabía que Dios le estaba acompañando. Se acercó la cantimplora para beber cuando un silbido agudo se hizo cada vez más fuerte hasta que una flecha atravesó la cantimplora. El misionero Aarón se sobresaltó y buscó entre la maleza sin ver a nadie. Inmediatamente se incorporó, levantó los brazos y dijo en inglés: “¡Por favor, no he venido a haceros daño! ¡Vengo pacíficamente!”.

Nadie respondió, pero otra flecha impactó en la pequeña mochila del misionero. Le siguió un silencio que se hizo eterno. Aarón ya no se atrevía a hablar así que empezó a rezar en voz baja hasta que una nueva flecha se clavó en la mano izquierda del misionero. Aarón perdió el equilibrio, levantó la cabeza pero seguía sin ver a nadie. Rápidamente corrió río abajo. Fue entonces cuando empezó a escuchar algunos movimientos entre la maleza, incluso le pareció ver que las copas de los árboles se movían. Con respiración frenética, miraba para encontrar a alguien a quién poder rogarle que le dejaran con vida, que se marcharía de aquella isla y que no volvería jamás. Pero una lanza se clavó en la pierna y Aarón ya no pudo caminar más.

Poco a poco, varios indígenas fueron apareciendo sin decir nada, todos observando al malherido misionero. Se acercaban lentamente empuñando lanzas, arcos  y navajas hasta que le acorralaron. Aarón empezó a hablar con la poca fuerza que le quedaba, quizás ya más para sí mismo que para suplicar clemencia:

– Dios nos ama -dijo el misionero casi sin voz-. Da igual el color de nuestra piel, nuestros ideales o nuestro lugar de nacimiento. Dios nos ama a pesar de todo el mal que hayamos podido causar. Aunque no conozcamos ni si quiera su existencia, Dios nos ama. Y nosotros podemos amar a Dios. Aunque vivamos en la más absoluta ignorancia. Estoy seguro de ello.

Entonces el misionero escuchó unos pasos lentos y pesados que se acercaban aplastando con firmeza las ramas que había en el suelo. Con el rabillo del ojo vio cómo los demás abrían paso a aquel enorme indígena. Debía medir casi dos metros y con sus enormes brazos empuñaba una lanza más larga que él. Cuando se detuvo frente al misionero, el indígena dijo algo en su lengua nativa, colocó la punta de la lanza en la garganta de Aarón y le gritó con furia durante varios segundo enseñando su rostro más aterrador al misionero. Aarón volvió a besar su crucifijo y cerró los ojos.

CONTINÚA EN LA PARTE II

Roberto García.

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