Parte III

Hombre vivo, hombre muerto

El indígena miraba el horizonte desde la cima de la montaña de la isla. Sentado en el risco, su aguda vista captó inmediatamente que una nueva barca se acercaba a la isla. No era como la del misionero años atrás, ésta era mucho más rápida y moderna. Parecía llevar a una docena de hombres. Silbó suavemente y congregó a su pequeño clan: procederían como siempre, silenciosos, analizando al visitante durante días, observando sus puntos débiles, sus patrones y decidiendo el momento exacto de atacar mortalmente.

Bajó corriendo hasta la orilla y se subió a un árbol cerca de la arena. Se colocó estratégicamente en el punto por donde aquellos hombres pasarían. El resto del grupo del indígena se situaría por toda la isla, siguiendo siempre las órdenes del líder y cubriendo toda la superficie. El indígena se embadurnó la cara y el cuerpo con un material que ellos mismos habían creado mezclando hierbas y agua para pasar totalmente desapercibido. Y esperó.

La lancha se deslizó sobre la orilla y se frenó en seco. Provistos de armas, chalecos antibalas, y cascos protectores, los hombres bajaron y avanzaron en triángulo apuntando con sus rifles en todas direcciones. Se comunicaban mediante gestos, caminando lentamente y con cautela. El grupo pasó por debajo del árbol donde estaba subido el indígena, éste contuvo la respiración y les observó moviendo lentamente los ojos. Los hombres empezaron a alejarse y el indígena tuvo que moverse entre los árboles para seguirles.

Dos días estuvo observando al grupo de soldados, que acamparon en una cueva que los propios indígenas usaban a veces. Los hombres se cubrían las espaldas y era difícil buscar una estrategia. Al tercer día, Los soldados decidieron separarse en grupos de dos y hacer un barrido de toda la isla. El líder indígena se quedó vigilando a los dos soldados que permanecieron en la cueva. Avanzó muy lentamente para colocarse frente a ellos entre la maleza. Pero justo cuando ya tensaba su arco escuchó un sonido nuevo para él: una ráfaga de disparos sonó en la lejanía haciendo eco durante varios segundos en la isla. Los dos soldados se incorporaron rápidamente, cogieron sus fusiles y corrieron en dirección al sonido. El indígena les siguió mientras se escuchaban más disparos.

Llegaron a un claro del bosque donde los soldados habían neutralizado a casi todos los indígenas. Los que quedaban con vida seguían intentando luchar con la fuerza que les quedaba, pero los soldados se reagruparon, les rodearon, dispararon al aire y los indígenas se quedaron inmóviles.  El líder indígena observó con furia detrás de un árbol y no dudó en abalanzarse sobre ellos. Mientras corría hacia ellos le clavó la lanza a un soldado en el pecho, cogió el arco y disparó una flecha en la cabeza de otro soldado, empuñó una navaja y, justo cuando iba a apuñalar al tercer soldado, recibió un disparo en el pie y cayó al suelo. Cuatro soldados se echaron encima del indígena, le apretaban la cabeza contra la hierba y le inmovilizaron todas las extremidades.

Cuando todo se calmó, los indígenas supervivientes fueron puestos en fila y esposados de pies y manos. Mientras los demás soldados les apuntaban, uno de ellos sacó la foto del misionero y se la fue enseñando uno por uno a los indígenas. Nadie reaccionó hasta que llegaron al líder, que movió lentamente la cabeza señalando en una dirección. El soldado levantó al indígena y le obligó a que le indicase el camino donde se encontrara el misionero.

Caminaron un rato hasta llegar a un pequeño túmulo cerca de la orilla. Coronado por una cruz cristiana, que los mismos indígenas habrían fabricado en base al pequeño crucifijo del misionero, los restos de Aarón reposaban mirando al mar. El soldado miró al indígena y le preguntó quién era el responsable. El indígena, aunque no entendió lo que le preguntaron, lo intuyó y se dio dos golpes secos en el pecho admitiendo la autoría. El soldado golpeó con la culata del rifle en la cara del indígena y éste perdió el conocimiento.

Los soldados se reagruparon cerca de la lancha para abandonar la isla. Cogieron al indígena entre dos, comprobaron varias veces que las esposas estaban bien puestas y le subieron amordazado a la barca. Con el movimiento de la barca chocando contra el mar, el indígena recuperó durante unos segundos el conocimiento y vio cómo los soldados estaban frente a él mirándole sonriente. Pero el indígena les dio la espalda y observó cómo su isla, el lugar donde había nacido, crecido y vivido, se alejaba entre las olas.

CONTINÚA EN LA PARTE IV

Roberto García.

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