Parte IV

El Estado contra el Hombre Salvaje

No pudo pedir un abogado de oficio, nadie entendía su idioma para ejercer su defensa. Tampoco un traductor que conociera patrones comunes de su lengua nativa con otras parecidas. El indígena estaba sólo para defenderse. Pero él no sabía por qué tenía que defenderse, no entendía muy bien mucho de lo que estaba pasando. Cuando llegó a Europa, decidió permanecer el silencio, ya le habían golpeado bastante durante el viaje al intentar enfrentarles.  Se limitó a observar a todos para ver qué querían de él exactamente. No paraban de hablarle, le pedían que firmase documentos, que repitiese una y otra vez la autoría de su crimen. Pero él no entendía nada. Perdió toda su fuerza para luchar, hablar o intimidar, como si se hubiera quedado realmente en la isla.

Supuso que en algún momento le dejarían en paz, que podría volver a su isla, aunque no supiera cómo hacerlo. Así que hizo lo que le pedían. Se sentó en el banquillo del acusado y le hablaron durante horas, mediante gestos y dibujos. Le volvían a enseñar la foto del misionero Aarón y él respondía como la primera vez: dándose golpes en el pecho. Pero el indígena no sabía que eso le estaba condenando. No sospechaba que en nuestro mundo civilizado lo que él había hecho era un asesinato.

El juicio duró dos semanas y le alojaron en una habitación en el hotel de enfrente. Vigilado siempre por varios guardias de seguridad, el indígena pasaba la mayor parte del tiempo mirando por la ventana a los ciudadanos que iban y venían constantemente. No le gustaba la comida que le daban, se negaba a vestirse y siempre tenían que forzarle para hacer algo que nosotros haríamos casi sin darnos cuenta.

Escoltado por dos policías que apenas le llegaban al pecho, avanzó por el pasillo del juzgado para sentarse de nuevo. Cuando le declararon culpable, los dos policías acompañaron al indígena al exterior y le metieron en un coche patrulla camino de la cárcel. El indígena se asustaba al ver lo rápido que recorrían los verdes campos, aún así no paraba de mirar por la ventanilla. A pesar de su aspecto intimidante y de su enorme envergadura, el indígena parecía triste, como si supiera de algún modo a dónde le iban a llevar. Como si sospechara que jamás le dejarían volver a su isla.

Fue entonces cuando se volvió totalmente vulnerable y, entre sollozos, le suplicó en su lengua nativa al guardia que tenía sentado al lado: “¡Déjame irme! ¡Quiero volver a mi hogar!”. Pero el guardia no le entendía, sin embargo esbozó una sonrisa para calmarle, le puso la mano en el hombro y le contestó: “Allí estarás bien, no te faltará de nada. Tan sólo intenta no pelearte con nadie.”  Pero el indígena seguía suplicando, cada vez más desesperado. Intentó partir las esposas pero ya llegaron a la entrada de la cárcel, y se acercaron seis policías más para obligarle a entrar allí.

Casi con fuerza sobrehumana se quitó de encima a todos los guardias y echó a correr. Uno de los guardias disparó un dardo tranquilizador al indígena, pero éste seguía corriendo. Volvieron a dispararle hasta que redujo su velocidad y se le echaron encima. Inconsciente, tuvieron que arrastrarle de vuelta hasta la entrada de la cárcel. Y el indígena ya no protestaba, ya no se defendía, tan solo lloraba buscando algo de comprensión en los ojos de aquellos extraños.

CONTINUARÁ EN LA IV Y ÚLTIMA PARTE

Roberto García.

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