El periodista se ajustó sus gafas mientras el director del centro psiquiátrico se acercaba por un largo pasillo hacia él. Llevaba esperando mucho tiempo ese día, tuvo que hacer infinitos trámites para que le dejaran entrevistar a aquél paciente y apenas podía ocultar que estaba realmente nervioso cuando le estrechó la mano al director.

Ambos caminaron a través de unos pasillos aparentemente tranquilos mientras charlaban sobre el paciente. El director le dijo que no se le permitía dialogar con el paciente, pero le dejarían acercarse para verle en persona al menos. Sería el director el que contestase a sus preguntas.

Si lo que decían los rumores, e incluso el propio director, eran ciertos, ese paciente era la persona más peligrosa del mundo. El periodista, escéptico al principio cuando le mandaron cubrir la noticia, fue creyendo cada vez más la historia al ver que no paraba de pasar controles de seguridad y que seguían descendiendo niveles bajo la superficie. La atmosfera se hizo más pesada y se notó la falta de aire. Debían de haber bajado bastante.

Se detuvieron finalmente sobre una puerta de acero que tardó en abrirse lentamente mientras sonaban palancas y ruidos mecánicos. El director le indicó con teatralidad que entrase y el periodista cruzó la puerta lentamente. Daba a una enorme habitación prácticamente vacía, las paredes estaban cubiertas de un material que no conocía y el único foco de luz iluminaba a una cama en el centro de la sala. Allí estaba el paciente.

El artículo que escribió cuando llegó a su apartamento fue el siguiente:

24 de febrero de 1976. Norman Davis, nacido en Minnesota en 1960, reside actualmente en el Centro Psiquiátrico de Minneapolis. A los 16 años de edad, decidió entrar voluntariamente en el psiquiátrico tal y como dijo él mismo a la prensa: “por mi propio bien y por el de todos”. Según decían los medios locales, empezaron a ocurrir sucesos extraños en la ciudad que vivía Norman. Cada vez fueron más frecuentes y más graves, por lo que la policía pidió ayuda externa que evitase o resolviese algunos de los sucesos que ocurrían en la tranquila ciudad, aunque sin mucho éxito.

Fue la propia familia de Norman los que vieron que los sucesos ocurrían siempre cuando Norman estaba presente. Y cuando les contó su habilidad a sus amigos, éstos le decían que tenía superpoderes. Pero Norman les contestaba que no era un superpoder, ni tampoco un don, era una maldición.

Su habilidad era, como mucho de nuestros lectores ya sabrán, la capacidad de materializar cualquier pensamiento que se le cruzase por la cabeza, podía hacer realidad todo lo que pensaba. Esto implicaba alteraciones en el tiempo, adaptar el mundo a su antojo, poder volar si quisiera, podría incluso vivir eternamente.

Pero pronto descubrió que, del mismo modo que pensaba cómo quería que fuese su realidad, también descubrió que cualquier ráfaga de una idea fugaz que pensara durante tan solo una milésima de segundo, igualmente se convertía en realidad. Con el paso de los años, Norman tuvo que tener cada vez más cuidado en qué pensaba. Él mismo se convirtió en su peor enemigo y, dependiendo qué pudiera pensar, podría ser también nuestra propia aniquilación si esa idea se le cruzase por su cabeza. Entendió que su propia existencia era un peligro, por lo que decidió ingresar en el Centro de Psiquiátrico donde ha permanecido totalmente sedado y estable durante los últimos años.

Aunque cada cierto tiempo abría los ojos y hablaba con alguno de los médicos. Siempre a través de un altavoz y midiendo cada palabra que le decían, entablaban una pequeña conversación con Norman para comprobar que quería seguir allí voluntariamente, y que no nos veía como enemigos.

Cuando me senté frente a él, me devolvió la mirada con una sonrisa tranquilizadora y me dijo: “Tranquilo, siempre intento tener la mente en blanco. Estáis a salvo”.

FIN

Roberto García.

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