127 mil años a. C, en algún lugar de la tierra.

Un hombre contempla la bastedad de un cielo estrellado, bajo él, los últimos destellos de una fogata iluminan la entrada de una cueva. Pronto se acallan las voces, que dan paso al canto de las bestias, ocupando toda la tierra. Tan sólo quizá un puñado de lugares como aquel están a salvo, protegidos por unos cuantos hombres.

De un bulto de trapos toma un extremo, y atándolo bien a un árbol, comienza a descender por la pared. No está armado, nadie lo acompaña, desciende en mitad de la noche.

Pone sus pies en el suelo. Sólo las ascuas del fuego delatan su figura de pie en mitad de la cueva, proyectando su sombra en las paredes repletas de rituales. Unos despiertan a otros, y en pocos segundos todos lo observan en silencio. Nadie levanta un arma, nadie grita, nadie huye. Los centinelas abandonan sus puestos y ponen sus rodillas en el suelo, los ancianos salen de entre la gente y toma su mano, a las que se une la diminuta mano de un niño, este le sonríe y el hombre lo toma en brazos, luego agarra la cuerda, se la muestra a todos y pierde su mirada en el horizonte.

José Luís García 7 de septiembre de 2022

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