Mucho antes que hubiera civilización alguna, existía una tribu que le cantaba al Sol. No para adorarlo, ni tampoco lo hacían porque le tuvieran miedo. Simplemente le cantaban para que volviera a salir al día siguiente. Era una costumbre que heredaron de sus ancestros, y sus ancestros la heredaron de antepasados más lejanos aún. Quizás fuese una tradición que acompañó a la Tierra desde sus inicios.
Cada puesta de Sol un miembro de la tribu se sentaba sobre la hierba, cerraba los ojos y cantaba una palabra con un susurro mientras el Sol empezaba a tocar la Tierra en el horizonte. Después siempre había una gran fiesta, donde todos bailaban y reían, ya que habían cumplido su parte y Sol volvería a salir un día más gracias a ellos.
Pero una noche mientras dormían, la tribu fue atacada. Sus cosechas fueron robadas y muchos miembros perdieron la vida mientras intentaban defenderse. Los pocos supervivientes se reunieron en la hoguera cuando todo se calmó. Tres de ellos perdieron la vida durante la noche dejando sólo al miembro que, precisamente, cantó la última palabra al Sol. Muy malherido, supo que no pasaría de esa noche, pero eso no le preocupaba. Sabía que cuando él muriese ya no habría nadie que le cantase al Sol para que éste volviera a salir. Condenaría a la humanidad a una oscuridad eterna.
Sin embargo, recobró fuerzas, se incorporó, cerró los ojos y susurró no solo una vez la palabra para el día siguiente, sino también otra para el de después. Se vio con más fuerzas y continuó cantando la palabra todo lo que quedaba de noche. Hasta que el Sol volvió a salir. Pero él siguió cantando todo lo que pudo hasta murió debido a sus heridas.
Cantó tantas veces que aún hoy en día podemos seguir disfrutando de su canto cada mañana cada vez que sale el Sol. Nadie sabe en realidad cuántos cantos al Sol pudo cantar antes de morir. Aunque tarde o temprano alguien lo averiguará.
Roberto García.
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