De camino a la playa es costumbre asomarse a través de un muro y saludar a aquel chucho. Siempre mirando triste, casi al borde de pronunciar palabras que expresen su descontento. Ese día tenía compañía. Frente a él había otro perro sentado, y ambos observaban en el centro de aquel patio mugriento a una tortuga bocarriba que intentaba como podía con sus cortas patitas ponerse derecha. El perro visitante que miraba atento a la tortuga se acercó a ella y empezó a dar embistes con su pata y luego a mordisquear su caparazón. Cuando empezó a crujir nos fuimos, no queríamos ver como remataba a aquella tortuga. Ya volvíamos tristes cuando se desplegó nuestra curiosidad. De vuelta al callejón aquel perro continuaba en su empeño. Continuamos observando agazapados tras el muro. Poco después, en uno de sus golpes la tortuga calló bocarriba. El perro volvió a donde estaba sentado, de cara a la tortuga, y observó solemne su obra. La tortuga, acurrucada por completo en si misma, esperó, esperó, y muy lentamente sacó una patita, luego otra y más tarde su cabecita. Alargó su cuello, tímidamente, miró a uno de los perros, luego a otro, sacó el resto de sus patas y volvió a caminar.

José Luís García.

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