Estaba cansado de escribir. La papelera rebosaba hojas arrugadas en las que solo había ideas vagas y mediocres. Se llevó las manos a la frente y suspiró mirando a través de la ventana. Agobiado, abandonó la máquina de escribir y se echó agua en la cara para despejarse. De todas las veces en las que se había mirado en el espejo, ésta era en la que peor se veía: su aspecto era desastroso, parecía llevar meses sin dormir y el rostro reflejaba el indiferente paso de los años.

Había sobrevivido como guionista en Los Ángeles a duras penas, ganó lo justo para no pasar hambre pero no lo suficiente como para seguir el vertiginoso ritmo de vida de la ciudad. Sin embargo, éste último encargo le estaba atormentando, no conseguía crear algo nuevo y original, divertido pero intrigante, algo que emocionara al espectador, que le hiciera reír y llorar. Algo que no se hubiera hecho ya.

Sufría el bloqueo creativo desde hacía meses y los productores empezaron a cansarse de darle más oportunidades. Había mucho dinero en juego y no se podía ver estancado por la falta de creatividad de un guionista cualquiera. Pronto sería reemplazado por alguien mucho más joven, con más talento y más ambición. Era la última noche que tenía para terminar el primer borrador. Pero no se puso a escribir.

Recordó que siempre se la había dado bien inventar artilugios mecánicos. Cuando era pequeño siempre creaba máquinas y objetos para facilitar la vida de sus padres en la granja. Recordó que le gustaba, pero lo fue abandonando por la escritura. Tal vez ése era el momento de volver a hacer lo que hacía cuando era un niño.

Se acercó a la máquina de escribir y la fue despiezando en cientos de trozos, rebuscó en el altillo diversas telas y piezas de latón, arrancó el motor de su coche y lo subió trabajosamente por las escaleras hasta su piso. Una vez tuvo todo los materiales necesarios se cruzó de brazos sonriendo. Si no podía escribir, crearía una máquina que escribiera por él.

Después de varias horas construyendo el aparato, arrancó todas las páginas de las mejores novelas, de autores como Poe, Kafka, Dickens, Shakespeare, Hemingway, Wilde, Dostoievski o Verne, entre muchos otros, y las fue apilando en una compuerta donde la máquina las iría leyendo de manera automática. Como si fuera una fotocopiadora la máquina pasaba las páginas de las novelas y las iba almacenando en su memoria. La habitación se llenó de humo y durante la noche entera la máquina fue adquiriendo conocimiento literario y narrativo. También le añadió varios ensayos sobre la escritura de guiones y tesis universitarias de los más grandes cineastas, críticos y analistas.

Cuando ya salía el Sol sobre Hollywood Hill, le añadió 200 gramos de tinta y colocó 120 páginas en blanco sobre la máquina. Nervioso, inició el proceso de la que, según él, sería la mejor obra de la historia. Comprobó al salir la primera página que el título que había escogido la máquina era, como no podía ser de otra manera, “Una Historia Artificial”. 

Pero se sobresaltó cuando llamaron a su puerta. Eran los productores y no se irían de allí sin el borrador. Observó que la máquina aún no había terminado así que les entretuvo en el marco de la puerta con una falsa historia de cómo se le había ocurrido el guion. No les mintió, sin embargo, cuando le dijo que ésa historia cambiaría la historia del cine para siempre. Para bien o para mal.

Cuando la maquina terminó, él se acerco y recogió las 120 páginas. Mientras regresaba con los productores para entregárselo pudo distinguir algunas palabras sueltas al ojearlo rápidamente: “Lluvia”, “Remordimiento”, “Hogar”, “Persecución”, “Amaba”. . .

No tenía ni idea de qué había escrito la máquina, pero aún así les entregó el guion para alivio de los productores que se marcharon al instante. ¿De qué iría la historia? Qué había creado la máquina al leerse las mejores obras de la literatura universal? ¿Tendría coherencia acaso? Supuso que dentro de unas horas lo sabría.

FIN

Roberto García.

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